27 dic 2009

Monstruos.

Hoy, temprano, un amigo, mientras caminaba por un bosquecito olvidado, se topó (casi la pisa) con una serpiente de mediano tamaño y tonalidades grises. Se asustó; pero, sin embargo, terminó matándola con un palo. Le destrozó la cabeza. Hace rato, ya de noche, apareció una araña bastante grande, cerca de mis pies, mientras esperábamos varios a que mi hermano hiciera un asado. Esta vez fue mi primo: aterrorizado, la aplastó con su pie derecho. Tales criaturas salen tal vez a causa de la lluvia. Había llovido a la madrugada. Tuvieron la desafortunada suerte de ser descubiertas por un fóbico a las serpientes y otro a las arañas. La lluvia saca a la luz a los hijos menos populares de la naturaleza y los expone. Los entrega al afuera. Ese afuera o entorno es lo realmente peligroso. No sus formas atemorizantes o el mítico veneno tras la picadura arácnida u ofídica. Confundidas, lejos de su húmedo y oscuro escondite, el cielo como techo implica una amenaza. Algunos de estos hijos logran volver a ocultarse, otros terminan así, destrozados por un palo o aplastados bajo el pie de un adulto que ve, en ellos, la corporización de sus más terribles e infantiles miedos, traumas, frustraciones, angustias. Poder destruirlos provoca satisfacción. La ilusión de haber podido dominar y vencer a algunos de los tantos monstruos que habitan la psiquis humana.
Falso. Dichos monstruos poseen control absoluto sobre nosotros. Nos dejan ser, un poco, no mucho. Y si nos atrevemos a revelarnos nos pican, muy hondo, causando dolores intolerables. Ni cuando morimos mueren, porque se los hemos transmitido antes, sin saberlo, a la generación siguiente. No hay palo o pie que los pueda aniquilar. Por eso nos vengamos, destruyendo seres externos semejantes a nuestras pesadillas internas. Y nadie gana en tan trágicas escenas.

No hay comentarios: