31 ago 2008

Un día de domingo.

Todos los domingos voy a almorzar a mi parrilla preferida, con alguien de mi familia, sobretodo con mi padre. “Somos como de la casa”. A la gente de ciudad le encanta ser reconocida cuando va algún lugar a comer. Ayuda a tolerar el anonimato espantoso propio de las grandes urbes.
A mí también me gusta, porque nací en un pueblo chico, en donde todos se conocen. También por los descuentos en vinos o atenciones, fundamentales para un buen bebedor. Perdón. Me voy de tema. Dejemos de lado mis rondas nocturnas por distintas cavas de la noche porteña. Volvamos a la parrilla. Domingo. Mediodía. Heredé de mi viejo el poder de observación.
Si te sentás en cualquier comedero cool o tradicional de Buenos Aires, a observar, aunque estés sólo, es imposible aburrirte.
Buenos Aires es un circo. Estamos todos locos y no lo asumimos.
A ésta parrilla van siempre a comer, por ejemplo, una mujer oriental con su hijo. Mientras ella no para de hablar por celular, el niño recorre todas las mesas haciendo volar dos autitos con sus manos.
Tampoco faltan dos minas gatas, recién amanecidas, a la una de la tarde. Entre las dos devoran una ensaladita de verdes con agua mineral, después de una noche no tan light. Ocultas detrás de enormes anteojos oscuros , pegadas a su ventana observan, como leonas al asecho, a cuanto metrosexual, viejo con guita o auto (caro), pasa. Cuando ven parados en la vereda a un par de tipos bronceados con pinta de billetera generosa, el colágeno y las siliconas se activan, son sensores de movimiento.
También dicen presente, el flaco de pelo sucio con anteojos de milico yanqui y ropa entre rollinga y cheto, con su respectiva novia, también con aspecto de sucia, como si por vestirse casual le salió villera.
También aparecen en escena cuatro señoras paquetas, espléndidas. Entre ellas suman 270 años, comen despacio, toman un par de tintos, ríen , se muestran fotos de los nietos, destripan a sus conocidos ausentes y recuerdan viejas épocas de bailongo y zaguán.
Infaltables también, el matrimonio obeso con sus dos hijas esqueléticas. Los padres piden dos milanesas a la napolitana con fritas. Las nenas en cambio, apenas comparten algo liviano. Tal vez con pánico, inconciente claro, a ser confundidas por sus papis con dos bastoncitos fritos.
Y los amigotes piolas de toda la vida. Pura charla y achura. Todos dejados, panzones, pelados, administrados por sus esposas e hijos y resignados al porno en internet. Pero ahí, entre ellos, son re guachos, la tienen re clara.
Y por supuesto, mi gente y yo; aunque prefiero que nos describa otro. Jeje.
Hacemos lo que podemos con nuestras vidas.
Familias, amigos, turistas, solos, solas, todos allí compartimos ese momento culinario. Tan de domingo, tan argentino. Momento grabado para nadie. Contado a nadie. Ya en el olvido antes de ser recordado. Y sin embargo irrepetible, de todos ellos, mío.

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